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Road Trip en pedales por la Ruta del Vino Montilla-Moriles: fin de semana de cicloenoturismo en pareja

Descubrimos la Ruta del Vino Montilla-Moriles en bicicleta. Un viaje pausado, relajante y –¿por qué no?— disfrutón por cinco pueblos de la Campiña Sur cordobesa que despliegan ante nosotros una excelente oferta paisajística, patrimonial y gastronómica con la cultura de los vinos de la región como eje vertebrador del viaje. Recorremos Santaella, La Rambla, Fernán Núñez, San Sebastián de los Ballesteros y la Guijarrosa en un fin de semana.

 

Una ruta para disfrutar en pareja, diseñada para pedalear (y paladear) los caminos que se ramifican por toda la geografía de la Campiña Sur cordobesa, conectando localidades e historias. Nuestro itinerario abarca parajes naturales, monumentos, miradores, artesanía, bodeguitas escondidas, restaurantes increíbles y, por supuesto, los exquisitos vinos de la región. ¿Te preguntas si es posible combinar todo esto en un fin de semana? En la Ruta del Vino Montilla-Moriles es posible.

Viernes: Catedral de la Campiña, templo de las aves

 

El primer destino del road trip a pedales es Santaella, pueblo al que llegamos en nuestro coche. Charlamos animosamente mientras las bicicletas tintinean en la parte trasera del vehículo. Parece que quisieran liberarse de las correas que las sujetan, ansiosas como nosotros de comenzar la aventura. El paisaje despliega la postal de la campiña: campos de cultivo –viñas, olivares y trigales— se extienden sobre las suaves ondulaciones del terreno, alineándose de manera obsesivamente ordenada, hasta perderse en el horizonte.

Conforme nos acercamos a nuestro destino, Santaella comienza a definirse ante nuestros ojos, encaramada a una elevación del terreno. El pueblo, reconocible por la Iglesia de la Asunción, se asoma a la inmensidad como una atalaya que vigila los campos circundantes.

Hemos elegido una coqueta casita rural como base de operaciones. En Santaella hay varias alternativas para dormir que se ajustan a los gustos y necesidades de cada tipo de enoturista. Destacamos la Casa del Corregidor y el Hostal Restaurante el Tejar como dos opciones disponibles en la localidad. Dejamos el equipaje y preparamos las bicicletas, que se convertirán, a partir de hoy mismo, en una extensión de nuestro cuerpo. No hay tiempo que perder, así que, una vez ataviados con nuestra equipación ciclista, nos dirigimos al casco histórico. La primera cuesta del viaje nos ayuda a estirar las piernas y calentar los músculos. Así llegamos a la Plaza Mayor, flanqueada por el Castillo Medieval, un cinturón fortificado que rodea el Barrio de la Villa, construido por los almohades en el siglo XII de nuestra era.

 

El sol de la tarde ilumina la piedra de la muralla, otorgándole un intenso color que nos traslada a otros tiempos y otras latitudes. Descubrimos la sede del antiguo Ayuntamiento entre la puerta de la villa y el torreón. Una construcción barroca con portada y balcones de ladrillo. Bordeamos el cinturón fortificado para dimensionar el tamaño del Barrio de la Villa y, asimismo, entender la relevancia histórica de Santaella. No hay pérdida posible, ya que la torre de la Iglesia de la Asunción es prácticamente visible desde todos los puntos de nuestro trayecto.

El revoloteo de las aves, que se sienten comodísimas a esta altura, es muy agradable para la vista y el oído. Y es que, además, nos impresiona el silencio de este barrio. Una tranquilidad que te sumerge aún más en la atmósfera medieval de la villa. Conforme nos acercamos a la Iglesia de la Asunción, los edificios se apiñan y los callejones se aprietan. Enfilamos por la calle Iglesia, que se abre hasta convertirse en un balcón panorámico con vistas a la campiña, antes de volver a estrecharse y requebrarse bajo un bonito arco. Las cadenas de nuestras bicicletas traquetean sobre adoquinado de chino cordobés cuando llegamos a la Catedral de la Campiña, conocida así por su monumentalidad, por su verticalidad y por la riqueza de sus elementos arquitectónicos.

Su torre, de más de 50 metros, es uno de sus signos más distintivos. Fue culminada en 1527 por Hernán Ruiz I quien, curiosamente, había trabajado en la catedral de Córdoba. El estilo es gótico tardío, aunque integra elementos mudéjares y renacentistas con naturalidad.

Además de su valor monumental, la Iglesia de la Asunción es uno de los principales refugios del cernícalo primilla en Andalucía. Este pequeño halcón migratorio —que se deja ver en muchos puntos de la Ruta del Vino Montilla-Moriles— encuentra huecos en las cornisas de la Catedral de la Campiña. Una ubicación ideal para criar cada primavera. Por ello, en 2021, la Junta de Andalucía declaró Santaella como ZEPA urbana (Zona de Especial Protección para las Aves), un reconocimiento ambiental que vincula el patrimonio natural y cultural de la localidad. Desde entonces, se promueve un modelo de convivencia respetuosa entre vecinos, turistas y esta singular colonia de aves rapaces, que cada año cruzan el Mediterráneo a su regreso del África Subsahariana para hacer de Santaella su hogar temporal. Y es que la idiosincrasia de los pueblos de la campiña no se entiende sin su absoluta vinculación a la tierra y la naturaleza.

 

Volvemos a ponernos en marcha porque queremos visitar la Casa de las Columnas, que es, además, el Museo Histórico Municipal, una antigua vivienda del siglo XVIII reformada para atesorar los vestigios arqueológicos de Santaella. Recorremos las salas de la Prehistoria, donde destacan los cantos trabajados por nuestros ancestros en la noche de los tiempos; aunque, sin lugar a duda, es la Leona de Santaella (siglo IV a.C.), de origen prerromano, la pieza más emblemática del museo. La Casa de las Columnas dispone de una sala dedicada al mundo del vino que el Ayuntamiento de Santaella, en colaboración con Bodegas Robles, puso en marcha tras la pandemia. Se trata de la recreación de una pequeña bodega con maquinaria antigua que nos permite aproximarnos a los secretos de la cultura vitivinícola en la Ruta del Vino Montilla-Moriles.

 

Salimos del museo con ganas de pedalear un poco más antes de que caiga la noche, así que nos dirigimos al Canal de Riego del Genil. A esta hora de la tarde, los inmensos campos de trigo, dorados por los rayos del sol menguante, se cimbrean a capricho de la brisa. El canal discurre al norte de Santaella y está custodiado en algunos puntos por almendros que lindan con otros cultivos de la zona. La lámina de agua permanente y su entorno rebosante de vegetación lo transforman en un hábitat ideal para un gran número de especies. Aquí, los pájaros también son protagonistas. Se observan aves ligadas a medios acuáticos. La garceta común, la garza real o el martinete encuentran refugio en las orillas de este cauce que, aun siendo artificial, ofrece una bellísima vista del paisaje de la campiña.

El sendero del canal, apto para ciclistas y senderistas, llega hasta Puente Genil, aunque nosotros regresamos a nuestro alojamiento cuando el sol empieza a ponerse el horizonte.

Cenamos en el restaurante El Tejar. Hemos leído en las reseñas que sirven platos caseros y, si algo nos gusta cuando descubrimos un nuevo territorio, es comer en sitios típicos donde se pueda apreciar la esencia de su gastronomía. Nada más cruzar la puerta del restaurante, sabemos que estamos en el lugar adecuado para terminar el día. El ambiente es acogedor y cálido, con ese aire familiar que rezuman los sitios con historia. Nos llama la atención una pared donde hay fotografías antiguas de Santaella, y otra que muestra cómo este espacio, antes de convertirse en restaurante, fue una auténtica tejería artesanal.

La carta es variada y nos cuesta decidirnos porque no sabemos qué dejarnos atrás, así que pedimos para compartir, apostando, eso sí, por la especialidad de la casa: el bacalao al tejar, que llega a la mesa con el característico dorado crujiente que te hace la boca agua. Hemos acertado. El bacalao está jugoso, sabroso y perfectamente gratinado. Elegimos carne a la brasa como plato principal. La presentación es sencilla pero rotunda, y el sabor, ahumado y tierno, inmejorable. Una buena ingesta de proteínas que necesitaremos para continuar nuestro camino mañana.

Sábado por la mañana. Alfarería, flores y vinos

 

Un desayuno tranquilo es el contrapunto de una jornada que se presume bastante intensa. Así que nos preparamos sin prisas, consultando el mapa y configurando el GPS, mientras disfrutamos del café y las tostadas en un bar del pueblo. El día ha amanecido despejado y el cielo está hoy de un azul intenso que invita a pedalear. Así que, después de estirar las piernas, nos ponemos en marcha hacia nuestro próximo destino: el pueblo alfarero de La Rambla.

La Ruta del Vino Montilla-Moriles se ramifica en cientos de veredas que conectan todos los pueblos, así que cada ciclista elige qué tipo de vía transitar; nosotros, en esta ocasión, llevamos dos bicicletas de montaña para disfrutar sin problemas de los caminos, así que elegimos, para dirigirnos a La Rambla, un mix de carretera y caminos de tierra. Llegamos a la aldea de El Fontanar recorriendo un tramo de la CO-301 para enfilar, más adelante, por una vereda paralela al Arroyo de Canillas. Un poco más adelante, atravesamos el Arroyo Salado, que nos conduce hasta Montalbán de Córdoba. Una vez llegamos a este bonito pueblo –que nos guardamos para la próxima visita— nos dirigimos a la Fuente del Mansegar, en la embocadura del Camino de Montilla, para incorporarnos a una pista de tierra que vira al norte en dirección a La Rambla. Un trayecto muy tranquilo y agradable, sin tramos complicados, que, aun a ritmo de paseo, nos ocupa poco más de una hora. Como somos madrugadores y tenemos tiempo de sobra, hemos dado una pequeña vuelta para visitar un florecido viñedo que se derramaba a las faldas de La Rambla.

Después de las fotos de rigor, subimos hasta la Alfarería Álvaro Montaño Doblas, uno de los talleres más representativos de la tradición cerámica de La Rambla. Allí hemos quedado con Alba Baños, creadora de experiencias en PB Experience. Llegamos a la alfarería y nos sorprende, de primera mano, el arduo trabajo de los alfareros. Porque en una alfarería artesanal como esta, la elaboración comienza mucho antes de que el torno comience a girar. Aparcamos nuestras bicicletas para que no molesten a los artesanos y saludamos a la que será nuestra guía. La experiencia que nos propone se llama Vino en Barro, y ha sido diseñada para vincular sensaciones: las sensaciones que provoca el vino y las sensaciones que provoca el barro, y para eso, según nos comenta Alba, sonriente, hay que mancharse las manos. Y es que aquí todo parte de la tierra: la arcilla extraída de la cantera se deja secar al sol. Luego se remoja en el pilón y se extiende durante tres días para que adquiera textura y consistencia adecuada. Una vez resquebrajada, pasa a la galletera, que la convierte en pellas cilíndricas listas para ser trabajadas.

 

Con esas pellas, el alfarero moldea a mano piezas tradicionales como los famosos botijos de La Rambla. Es, en este punto, cuando la explicación teórica de la experiencia se combina con la práctica. Cuenta la tradición que cuando preguntaron a Miguel Ángel por su impresionante técnica para esculpir la “Piedad” en una sola talla, respondió: “La escultura ya estaba dentro de la piedra, yo solamente he eliminado el mármol que sobraba”.

Algo parecido experimentamos cuando vemos a Álvaro Montaño trabajar la arcilla. Parece como si la forma hubiera estado allí desde siempre y él, simplemente, la estuviera invocando. Y es que hay algo mágico en este proceso, aunque cuando llega nuestro turno descubrimos que no se trata de ningún conjuro. Es la máxima expresión de la maestría, una combinación de conocimiento, técnica y experiencia. Condiciones de las que nosotros, ahora mismo, carecemos, así que la pieza a la que intentamos dar vida se convierte en una especie de churro. A pesar de esto –que nos sirve para echarnos unas risas—, la actividad es tan relajante que no queremos alejarnos del torno. Sentimos el tacto de la arcilla en las manos y el movimiento continuo mientras el maestro artesano intenta guiarnos pacientemente.

Dejamos el interior del taller, de cuyos techos penden hileras de delicados botijos, para volver al patio encalado donde Alba nos ha preparado una degustación de vino. Nos explica que las albarizas –el suelo característico de las Zonas de Calidad Superior de la DOP Montilla-Moriles—, se forman a partir de margas blandas, una mezcla donde predomina el carbonato cálcico combinado con arcillas. Una de sus cualidades principales es que favorece una maduración equilibrada de la uva que al retener la humedad y los nutrientes. Contexto ideal para la uva Pedro Ximénez. Mientras escuchamos su explicación, degustamos el vino de la tierra, justo antes de empuñar los pinceles para dar rienda suelta a nuestra creatividad sobre unas piezas de cerámica.

No hay nada mejor para dimensionar una obra de arte que haber intentado hacer algo parecido. Así de humildes –y relajados—, tras nuestra fallida incursión en el mundo alfarero, llegamos al Museo de la Cerámica, que forma parte de la Red Vinárea de centros temáticos de la Ruta del Vino Montilla-Moriles. Está ubicado junto al antiguo Torreón del Castillo de La Rambla y las piezas que conforman la colección provienen de Enbarro, la Exposición Monográfica de Alfarería y Cerámica más antigua de España, organizada desde el año 1926 en la semana que se celebran las fiestas en honor a San Lorenzo. De hecho, una de las salas más atractivas recoge una selección de obras ganadoras del concurso.

 

Un espacio donde conviven la tradición e innovación, con piezas tan increíbles que engañan a la vista, como la bicicleta de rueda alta inspirada en los diseños de James Starley, un trabajo con tal grado de realismo que tenemos que preguntarle al guía si realmente se trata de la obra de un ceramista y no de una bicicleta de verdad. “Aquí solo exponemos arte cerámico”, responde con rotundidad, y a continuación nos cuenta que un turista, creyendo que la bicicleta expuesta era real, agarró el mango y lo rompió. Así que te dejamos un consejo para tu visita: ¡No toques nada!

Cuando salimos del museo ya es mediodía. El sol de la campiña cae implacable sobre La Rambla a esta hora. Por suerte para nosotros, una brisa que se eleva desde los viñedos refresca el ambiente. Pedaleamos hasta la Calleja de las Flores, una vía estrecha, erizada de cántaros de los que brota una primavera de claveles rojos y blancos contenida por los límites del barro. El magenta intenso de una buganvilla contrasta con el verdor de las macetas que jalonan el tramo de esta exuberante senda urbana. Las ramas ascienden, ordenadas, como si fueran contrafuertes vegetales de los que dependiera la solidez de los muros.

 

Un arco delgado, sostenido entre paredes, corona de tejas árabes la luminosa Calleja de las Flores; vereda que recorremos extasiados, inspirando a pleno pulmón, como si los colores de este instante pudieran respirarse.

Después de este bello descubrimiento, nos dejamos llevar por el trazado irregular de las calles de La Rambla. Y así, guiados únicamente por nuestro instinto, descubrimos la Iglesia del Convento de la Santísima Trinidad. Descansamos en los Jardines de Andalucía, un parque arbolado que se descuelga en terrazas desde la muralla del antiguo castillo. El conjunto es de inspiración andalusí y, de hecho, nos recuerda al Generalife por sus manantiales, estanques, fuentes y cascadas que sostienen la delicada armonía botánica del parque. Desde este punto nos dirigimos a la Torre de Santo Domingo, más conocida como Torre de las Monjas, un esbelto campanario de estética singular, último vestigio del desaparecido convento dominico de la localidad.

Respondemos al primer rugido del estómago encaminándonos al restaurante Los Billares. Nos han recomendado encarecidamente este establecimiento de comida tradicional “con un toque de lujo”. Cuando llegamos, comprendemos que hemos acertado de lleno. El ambiente es agradable y familiar, con un servicio cercano que nos hace sentir como en casa.

Casi sin pensarlo pedimos un salmorejo cordobés que nos ayuda a rebajar la temperatura. El salmorejo tiene una densidad muy agradable y sabe a gloria. También nos dejamos tentar por el flamenquín, que acompañamos con una copita de vino Montilla-Moriles. El flamenquín, crujiente por fuera, jugoso por dentro, resume lo mejor de la tradición local. Como plato fuerte elegimos el costillar, que está tierno, meloso, con ese punto justo de horno que hace que la carne se desprenda sola del hueso. Para rematar, compartimos un pionono de yema tostada que está, literalmente, para enmarcar. Salimos rodando, pero felices, convencidos de que Los Billares es una parada obligatoria para cualquier enamorado de la gastronomía que visite La Rambla. Después de una comida copiosa, hay que pedalear con cuidado, así que nos subimos a la bicicleta y nos dirigimos sin prisas hacia nuestro siguiente destino: Fernán Núñez.

Sábado por la tarde. Fernán Núñez, joya ducal y exaltación de las aguas

Hay diversas opciones para llegar a Fernán Núñez por carretera, pero nuestro objetivo en este viaje es mimetizarnos con la naturaleza de la Campiña Sur, así que, como hicimos esta mañana, buscamos una opción que incluya caminos de tierra. Nos incorporamos a la carretera A-386 dejando a nuestra izquierda el Cementerio Municipal de la Rambla –reconocible desde el asfalto por sus altísimos cipreses— y seguimos avanzando hasta que encontramos la entrada a la vía CV-212, a unos 500 en dirección norte.

Entonces accedemos a un camino donde se alternan olivares y viñedos. Llegamos al Cortijo Lara y nos detenemos junto a la antigua fuente con la que comparte nombre. La Fuente Lara, resguardada por la generosa sombra de un nogal, es un pequeño oasis de frescor y humedad. A pesar de su caudal débil, el caño sigue funcionando, y no nos resistimos a la tentación de sentarnos allí para refrescarnos. Tras unos minutos bebiendo agua –la verdad es que aún estamos haciendo la digestión— seguimos avanzando poco a poco, sin prisas, deteniéndonos a hacer fotos aquí y allá, con este mood de cicloenoturistas disfrutones que hemos elegido para este fin de semana en la Ruta del Vino Montilla-Moriles. Casi sin darnos cuenta, llegamos a Fernán Núñez.

Nos recibe la imponente figura de Santa Marina de Aguas Santas, patrona del municipio, erguida sobre una columna con capitel corintio. La imagen fue instalada en 2008 con motivo del 50 aniversario de su patronazgo, y desde entonces esta plaza, que recibe el mismo nombre que su patrona, se ha convertido en punto de encuentro para los vecinos del pueblo.

Divisamos la Calleja de los Arcos desde el sillín y, sin pararnos a pensarlo, nos disponemos a cruzarla. Cuando la atravesamos, levantamos la vista para contemplar el edificio. Es entonces cuando descubrimos el camarín de Nuestro Padre Jesús Nazareno sobre nuestras cabezas. Hay algo misterioso y antiguo en este rincón, como si el tiempo se hubiera detenido para que pudiéramos paladearlo en silencio.

Tras dejar atrás la Calleja de los Arcos nos encontramos con la Parroquia de Santa Marina de Aguas Santas, que se alza majestuosa en una plaza adornada con altas palmeras, otorgándole un aire entre solemne y exótico. El campanario, que aún conserva inscripciones góticas, es, en realidad, una adaptación de las torres de la antigua fortaleza de Fernán Núñez. Dejamos las bicicletas a buen recaudo y accedemos a la Parroquia. El interior del templo impresiona. La nave central está cubierta por una bóveda de medio cañón, y en el centro del crucero sobresale la cúpula del presbiterio, decorada con pinturas murales que representan a los evangelistas y a los padres de la iglesia. Las capillas laterales albergan retablos bellísimos, como el del altar mayor, el de Nuestro Padre Jesús Nazareno y el de Nuestra Señora del Rosario.

Antes de entrar en la Plaza de Armas nos topamos con La Tercia y/o Mesón del Duque que ostenta el título de “taberna más antigua del mundo”. No en vano, este establecimiento fue fundado por Francisco Gutiérrez de los Ríos, tercer conde de Fernán Núñez, en 1675. El predio de esta estirpe nobiliaria no sería elevado a la categoría de ducado hasta 1728, cuando se le concedió la Grandeza de España. En cualquier caso, lo importante es que este establecimiento ha estado sirviendo vino de la tierra, de manera prácticamente ininterrumpida, hasta nuestros días. Hacemos la foto de rigor para las stories y, ahora sí, centramos nuestra atención en el Palacio Ducal de Fernán Núñez, cuya llamativa fachada de almagra es la primera impresión de uno de los más bellos y tempranos ejemplos de arquitectura neoclásica de Andalucía.

Las dimensiones del palacio están medidas al milímetro. Nada más y nada menos que 2.713,52 m2 donde hubo espacio para caballerizas, escuelas para niños y niñas, el citado mesón, una capilla y, cómo no, un precioso jardín que florece al otro lado del recinto. Se trata del jardín palatino más antiguo de Córdoba, y su origen está relacionado con el abastecimiento de aguas y la construcción de molinos de pan para el pueblo.

Descansamos en el jardín, escuchando los susurros de la brisa y el trino de los pájaros, imaginando la vida que albergaron estos muros mucho tiempo atrás. Imaginamos a los duques y duquesas de Fernán Núñez paseando entre rosales o apoyados en la fuente, dirimiendo asuntos de política o leyendo cartas de amor. El Palacio Ducal es un lugar con una atmósfera evocadora que invita a la contemplación y la meditación. Tras disfrutar de las vistas y el silencio, subimos a nuestras bicicletas y emprendemos el regreso a nuestro alojamiento.

Noche de sábado. Bodeguita secreta, vino en rama y delicias ibéricas

Regresamos a nuestro alojamiento sin improvisar demasiado, eligiendo las mismas rutas que, sin embargo, con la caída de la tarde, adquieren tonalidades muy distintas. Después de asearnos y elegir un outfit menos deportivo, decidimos que hoy vamos a hacer trampa. Sí. Vamos a dejar las bicicletas en casa para desplazarnos en coche. Y no, no es que viajar en coche sea una especie de pecado mortal para un cicloturista; es que tenemos un tremendo antojo, un antojo que nos obliga a acercarnos a San Sebastián de los Ballesteros, un pueblo que tenemos planteado visitar mañana. Así que hemos hecho un trato: ir, comer bien, beber rico y volver sin hacernos un spoiler imperdonable de lo que nos encontraremos mañana.

Y es que cualquier antojo es comprensible y cualquier trampa, permisible, cuando el motivo es una visita al Restaurante-Brasería JM, sobre todo si Joaquín, el director de esta orquesta culinaria, te recibe con los brazos abiertos. Su hospitalidad es famosa y nosotros, que estamos caprichosos, le hemos pedido que nos deje disfrutar de la recoleta bodeguita que tiene escondida para eventos especiales. Nos conduce allí con una amplia sonrisa y uno de sus camareros, también simpatiquísimo, nos sirve dos copas de vino fino directamente del barril. El sabor es, ya de por sí, espectacular, pero cuando nos acercan la tabla de ibéricos acompañada del pan de leña, sentimos que nos elevamos unos centímetros sobre el suelo.

En este ambiente de intimidad, con la esencia de la campiña sur en una copa y un surtido de delicias ibéricas sobre una bandeja de madera, recordamos los hitos de esta jornada. Coincidimos en que es increíble la amplia variedad de experiencias que se pueden vivir en un solo día en pueblos separados muy pocos kilómetros de distancia. El sueño de cualquier cicloturista. Apuramos nuestras copas y dejamos tiritando la tabla de ibéricos. El ambiente de la bodeguita, con las viejas botas rezumando aroma a vino Montilla-Moriles, nos da una idea: preparar una escapa foodie con nuestros amigos a la Ruta del Vino Montilla-Moriles, ya sea en bici, coche, moto o avioneta. Queremos seguir explorando esta región que guarda secretos en cada uno de sus rincones. Mientras vamos diseñando el plan, solicitamos una mesa en el restaurante a nuestro camarero de confianza y pedimos un plato ligero y refrescante: tomate con melva. Se nos van los ojos detrás de las piernas de cordero que salen de la cocina, los platos de codillo, presa, costillar, cochifrito… un desfile de delicias ibéricas que es difícil de ignorar. Está claro que volveremos. Habiendo ayunado, si es necesario.

Domingo de colonos, paraísos artificiales y pueblos recién nacidos

Comenzamos la mañana pedaleando en dirección a San Sebastián de los Ballesteros tras el buen sabor de boca que nos dejó la incursión nocturna al restaurante JM. La historia de este municipio español, fundado en 1767 bajo el impulso de Carlos III, es muy curiosa. Se trata de una de las dieciséis nuevas poblaciones que surgieron para asegurar el Camino Real entre Madrid y Cádiz y, de paso, repoblar la Sierra Morena, fijando su población. Sus casas ordenadas en damero y su trazado neoclásico aún conservan el espíritu ilustrado de su fundación.

Accedemos a la Plaza del Fuero a través de la calle El Viento, perimetral a la Parroquia de la Inmaculada, una bonita iglesia de planta rectangular y portada adintelada con caliza rosa. Una espadaña de dos cuerpos le sirve como campanario. A su lado, el Ayuntamiento reaprovecha fragmentos de la fachada original y el escudo del siglo XVIII, integrados con discreción en un edificio moderno.

Allí pueden leerse los apellidos, hispanizados, de los colonos alemanes que llegaron entre 1767 y 1768, motivo por el que, uno de los gentilicios de los vecinos de este pueblo no es otro que “alemanes”. De hecho, uno de los eventos más importantes es la Feria de San Sebastián, en la que se degusta un plato que era muy apreciado por los colonos: el pavo con fideos.

En el centro de la plaza, San Sebastián de los Ballesteros rinde tributo a Carlos III, máximo responsable de su fundación, con una estatua en mármol policromado. Nos dirigimos ahora a La Tahona, un semisótano con bóveda de ladrillo que conserva la textura áspera de sus muros donde casi puede percibirse el eco de las conversaciones de los hacendosos jesuitas del siglo XVIII. El suelo ligeramente inclinado aún sugiere la pendiente usada para mover el grano. Actualmente, La Tahona es el escenario donde se realizan las actividades culturales del pueblo, reuniendo a los vecinos de San Sebastián de los Ballesteros en este espacio donde se sigue escribiendo la historia de la comunidad. Volvemos a la calle y nos llama la atención una fachada que alterna ladrillo, cal y rejas. Se trata de la antigua cárcel, hoy rebautizada como peña flamenca “La Carcelera”.

Encontramos, justo en frente, el Molino del Rey, que fue construido por los jesuitas en el siglo XVII y adoptado por los colonos tras la expulsión de la orden. Sus dos naves guardan el “solero” y el “aljarfe” con sus rulos cónicos. En las tinajas que se conservan de la época, aún puede apreciarse el grabado del monograma IHS, abreviatura de Jesús en griego, símbolo de los jesuitas.

Antes de reemprender la marcha, pasamos por la panadería Gonzalo Ansio (apellido, por cierto, de origen germánico, que ha sido hispanizado). Allí hacemos acopio de pan de masa madre, dulces regionales y AOVE de San Sebastián, la cooperativa local, con la idea de reponer fuerzas disfrutando de los manjares de esta tierra.
Ahora sí, nos dirigimos a la Ruta de los Alemanes, que iniciamos en el Pozo del Agua Buena, uno de los pozos que ya existía cuando los colonos llegaron a San Sebastián de los Ballesteros en 1768 y tomaron posesión de las “suertes”: los terrenos y los bienes sorteados que se les entregaron para que comenzaran su nueva vida.

Y es que, en aquella etapa de ilustración, además de evitar el bandidaje y fijar a la población, se pretendía una nueva distribución de las tierras que aumentara la productividad del territorio. Siguiendo la ruta de los colonos, llegamos a la fuente de San Rafael, muy cerca de la cooperativa de San Sebastián, y seguimos en dirección al Camino del Arroyo Gregorio, pasando también por la Fuente de la Vereda de la Blanca –que recibe el nombre de una de las vías pecuarias de la comarca— hasta llegar a una bifurcación. Giramos a la derecha, en dirección a una zona arbolada. Estamos en el parque de la Alameda, situado junto a la piscina municipal de San Sebastián de los Ballesteros. Nos acomodamos en los merenderos y comemos un poco para reponer fuerzas antes de emprender la marcha.

Avanzamos por la Ronda de las Eras, dejando San Sebastián de los Ballesteros a nuestra izquierda, mientras nos adentramos en un campo de olivos que nos acompaña hasta la ribera del Arroyo del Tejar. En ese punto, rodamos por un camino que discurre en paralelo al riachuelo. A nuestro paso, los cultivos parecen alternarse, dedicándonos un carrusel de formas y colores que alcanza su máximo apogeo cuando llegamos a un hermoso bancal de girasoles que se cimbrean levemente, mecidos por la brisa de la primavera. Continuamos por este camino hasta La Guijarrosa, que atravesamos sin salirnos de la Calle Laguna. Vamos a volver pronto, pero de momento, nuestro objetivo principal es la Laguna de la Mohedana. Para llegar hasta allí, enfilamos por la Vereda de Sevilla, donde comenzamos la conocida como Ruta de las Veredas de la Guijarrosa, perteneciente al proyecto Paisajes con Historia de la Diputación de Córdoba. Llegamos a la laguna, que es, en realidad, una antigua cantera reconvertida, por propia inercia de la naturaleza, en un refugio de aves y anfibios.

La historia de la Laguna de la Mohedana es muy interesante porque comienza con la extracción de áridos para construir el AVE. Y, curiosamente, lo que podría haber provocado un terrible perjuicio para el entorno, dio lugar a esta laguna artificial, que se ha convertido en el hábitat natural donde conviven diversas especies de flora y fauna. Aquí anidan la cigüeñuela, el ánade azulón y la focha común, mientras en sus aguas someras se deslizan la rana común y el sapo corredor. Los juncos, los carrizos, los tarajes y los álamos blancos crean un laberinto natural donde cada especie halla refugio y alimento. De hecho, cuando nos acercamos a la orilla para observar a las aves, estas se ocultan hábilmente entre las ramas, como si jugaran al escondite. Volvemos a las bicicletas maravillados y esperanzados tras comprobar, en primera persona, cómo la vida se abre camino aun en las circunstancias más complicadas. Hace un rato que el sol alcanzó la posición del mediodía, así que es el momento de volver a la Guijarrosa, donde vamos a almorzar. Retomamos la Vereda de Sevilla, cruzando los cortijos de Barrionuevo y Los Antojos.

La Guijarrosa es el municipio más joven de la Campiña Sur cordobesa, resultado de un largo anhelo vecinal por independizarse de Santaella. Tras décadas de trámites —la petición original data de 1988—, el 2 de octubre de 2018, la Junta de Andalucía aprobó por decreto su constitución como municipio autónomo.
La Iglesia de Nuestra Señora del Rosario es el núcleo simbólico de la localidad. Un templo con casi trescientos años donde se rinde culto a la Virgen del Rosario, trasladada siglos atrás desde una capilla en la Hacienda Molino Blanco. A pesar de la importancia social del núcleo urbano de La Guijarrosa, el paisaje está salpicado de cortijos históricos que aún conservan estructura original y, por tanto, tienen un gran valor patrimonial: destacan Barrionuevo, Las Monjas, El Gurugú y El Garabato.

Tras contemplar la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, nos dirigimos a Casa Ani, un coqueto restaurante que, a pesar de sus cincuenta años de historia, ofrece una impronta moderna y juvenil. Casa Ani entra por los ojos. Su fachada destila esa sencillez que define el concepto de elegancia y que, además, reivindica las bondades del territorio. Una preciosa cepa, muy bien cuidada, trepa por los pilares de la terraza tapizando el techo con sus hojas verdes. La segunda generación de la familia de Ani, fundadora de este encantador restaurante, se encarga ahora de que el establecimiento funcione a la perfección.

Aunque hace unos años dieron un paso más, haciendo la reforma que configuró el establecimiento que ahora disfrutamos y, además, reforzando la posición de Casa Ani como uno de los motores de la vida social de La Guijarrosa y su entorno gracias a la celebración de eventos y noches temáticas (en las que se atreven con propuestas culinarias de cualquier parte del mundo). Y es que, aunque la carta de este restaurante apuesta por las recetas de toda la vida –con algunos toques de innovación que marcan la diferencia— todo lo que se hace en Casa Ani tiene un denominador común: la pasión por la gastronomía de calidad y el buen vino. Hemos llegado con tiempo, justo a la hora del vermú y, al notar que nos asomamos a un bonito pasillo ubicado a la izquierda del restaurante, la encargada del establecimiento nos invita a pasar. Para nuestra sorpresa, tras atravesar un corredor encalado y embellecido con macetas, desembocamos en un florido patio cordobés. Nos sentamos en una mesa alta, amparada por la sombra de un limonero, disfrutando del aroma que desprenden los jazmines. Nos sirven entonces un delicioso vermú de Bodegas Pérez Barquero mientras nosotros curioseamos alrededor del antiguo pozo. Un pozo, tan bien adornado –que no engullido— por la cuidada flora de la casa, que parece un monumento. Y, hablando de monumentos y patrimonio, desde nuestra perspectiva en el jardín interior de Casa Ani, disfrutamos de una vista escorada de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario.

Escuchamos, además, los amables sonidos del campo porque a unos cuantos metros de nuestra posición, comienza la inmensidad de la campiña. El aperitivo nos abre el apetito, así que volvemos a la terraza donde están nuestras bicicletas. Allí consultamos la carta y decidimos comida y bebida. La responsable del restaurante se declara una absoluta enamorada de los vinos Montilla-Moriles. Otro punto a favor para Casa Ani.

Elegimos, en primer lugar, las alcachofas con gambas, cocinadas con una técnica y un mimo que se deja sentir en el paladar. Continuamos con la mazamorra con sardina ahumada, huevas, uvas y perlas de AOVE. El sabor es espectacular, una acertadísima combinación de matices que mezcla conceptos muy diferentes, elevando a experiencia gastronómica cada cucharada. La textura es simplemente espectacular. La parpatana de atún aumenta aún más el nivel, si es que esto es posible. Nos ofrecen este corte en un punto de cocción perfecta. Cada bocado se deshace en la boca y cada bocado te pide un bocado más.

En ese momento, Ani, la fundadora de este maravilloso sitio, se acerca para ofrecernos un platazo de lomo bajo de vaca con trufa negra y reducción de PX, así que tenemos la oportunidad de saludarla, felicitarla por su comida y, de paso, agradecerle el rato tan agradable que estamos disfrutando. A sus setenta años, y después de cinco décadas de incansable trabajo, sigue al pie del cañón.
Antes de despedirse nos recomienda que probemos la tarta de queso y, claro, no podemos decirle que no a Ani. Mientras esperamos el postre, recordamos los vinos que han desfilado por nuestra mesa, todos ellos viejos conocidos, como el fino ecológico de Finca Buytrón, el Gran Barquero Amontillado y el Caprichoso Dulce de Bodegas Robles. Cuando probamos la tarta de queso, no nos queda más remedio que rendirnos a los pies del restaurante Casa Ani. Tenemos claro que, cuando volvamos a visitar la Ruta de Vino Montilla-Moriles, repetiremos.

Llega el momento de reposar la comida, del café y de esperar que el alcohol se diluya. Luego regresaremos al alojamiento, haremos nuestro equipaje y nos prepararemos para afrontar de nuevo la rutina; pero no es un momento triste, es el momento de volver la mirada con una sonrisa cómplice, rememorando la aventura que hemos vivido en estos dos días: la experiencia con los artesanos, el asombro ante obras de arte y tradiciones centenarias, la emoción de pedalear entre los viñedos y olivares de la Campiña Sur cordobesa, la descarga de adrenalina al descubrir nuevos rincones y la cálida hospitalidad de las gentes de esta tierra acogedora. Todas esas vivencias convergen ahora en un collage de sensaciones que nos acompañará mucho más allá de este viaje.

Aquí puedes ver el spot publicitario de este road trip:

*Actividad dentro del convenio de colaboración entre el Patronato de Turismo de la Diputación Provincial de Córdoba y la Mancomunidad de Municipios Campiña Sur Cordobesa, ejercicio 2024 y 2025.